viernes, 17 de junio de 2016

El científico cuáquero y los caprichos de la fama

Jamás imaginó que su pasión por la meteorología le pudiese llevar tan lejos, hasta elaborar una teoría acerca de la esencia misma de la materia, cuando empezó a tomar los registros del tiempo en Kendal. Sobre todo porque constantemente tenía que vencer los errores causados por su deficiente vista. Para paliar tal incapacidad, se había convertido en un investigador extremadamente cuidadoso y meticuloso, y procuraba dotarse de los mejores equipos de medición.
John Dalton acudió a Buckingham Palace, invitado por Guillermo IVLe parecía bastante caprichosa la manera en que la fama suele resultar esquiva a quienes la persiguen, en tanto que a menudo, y por los motivos más insospechados, les sobreviene a aquellos que menos la buscan, o que incluso tratan de evitarla.

A John le asaltaron estos pensamientos mientras salía del taller que el escultor de moda Francis Leggatt Chantrey tenía en Eccleston Square, en el barrio de Pimlico, a escasas manzanas de su próxima escala, el palacio de Buckingham. Sus amigos habían resuelto erigir una estatua de mármol en su honor, para lo cual habían recaudado alrededor de 2.000 libras.


Durante el tiempo que estuvo posando para el artista, ataviado con su indumentaria académica, y sentado en una silla simulando leer un libro que sostenía entre sus manos, fraguó una sincera amistad con aquel escultor, reclamado por gran parte de las figuras más notables de la época para que les inmortalizase con su cincel.

Ahora ya no se arrepentía, pero en un principio había considerado seriamente la posibilidad de negarse a que le rindieran aquel tributo. No conocía a nadie, exceptuando los casos de políticos, reyes y militares, a quien le hubiesen erigido una escultura en vida.

No es que fuese especialmente supersticioso, pero a sus 68 años la decisión de sus compañeros podía convertirse en una premonición que le asustaba aún más que el tener que pelear contra la vanidad que le provocaba dicho homenaje.

Con su edad, hacía tiempo que había dejado de luchar contra la asignación de galardones y distinciones que por doquier le otorgaban. Pertenecía a la congregación de los cuáqueros, también llamados ‘disidentes’, una rama protestante escindida de la Iglesia anglicana, que proclamaba el trato directo con Dios, sin sacerdotes ni otros intermediarios.

Toda su existencia había estado marcada en cierto modo por sus creencias, que invitaban a observar una conducta honrada, justa y sencilla, rehuyendo de la ostentación, pero había llegado a un punto en el que había aprendido a relativizar sus convicciones y a relajar su práctica, al menos en lo que se refería a su desempeño profesional.

Al salir a la calle, notó cómo había comenzado a llover. Aunque era corto el trayecto desde el taller de Chantrey hasta Buckingham Palace, decidió hacer uso de su paraguas, un ingenioso y práctico invento que se había popularizado recientemente.

John Dalton pertenecía a una familia de cuáqueros del norte de InglaterraUna vez más, había acertado con sus predicciones meteorológicas. Llevaba más de 45 años  tomando notas diarias del tiempo en la zona de Mánchester, y presumía de haber dado con el secreto de su pronóstico. Así, no pasaba un día sin que apuntase la temperatura, la presión barométrica, la humedad, el viento y la pluviometría de cada jornada.

En su juventud, y junto con sus amigos John Gough, de Kendal, y Peter Crosthwaite, de Keswick, había recopilado numerosos datos durante cinco años, que le habían servido para gestar su obra Observaciones y ensayos meteorológicos, que publicó en 1793, y en la que probaba que las precipitaciones se producían por la disminución de la temperatura, y no por un cambio de presión, como se pensaba por entonces.

En el desarrollo del estudio extrajo numerosas conclusiones sobre la lluvia, el rocío, el color del cielo, la circulación atmosférica, la nieve, la expansión térmica de los gases, las tormentas, las auroras boreales o la evaporación del agua, de las cuales su tutor Elihu Robinson se sentiría muy orgulloso.

Quedaba bastante lejana aquella feliz infancia en el condado norteño de Cumbria, en la granja de Eaglesfield. Al igual que sus hermanos Jonathan y Mary, inició su educación en el colegio privado de la comunidad cuáquera, regentado por John Fletcher.

Contaba solo diez años cuando, para contribuir a la economía familiar, entró al servicio del acaudalado cuáquero Elihu Robinson, naturalista y fabricante de instrumental científico, que le inculcó el amor por la aritmética, la astronomía y la meteorología.

Dos años más tarde comenzó a impartir clases a otros niños en la escuela local, a la vez que colaboraba en las tareas del campo. Al cumplir los quince tomó la determinación de trasladarse a Kendal, una población a 45 millas de distancia, en la que su hermano Jonathan y su primo regentaban un colegio, para dar lecciones de matemáticas, ciencias, inglés, latín y griego, materias que dominaba sin dificultad.

La escuela cuáquera de Kendal estaba bien equipada, con telescopios, microscopios, bombas de aire y abundante material de laboratorio, además de una extraordinaria biblioteca, ya que estaba financiada por varios potentados benefactores, entre los que se encontraban el físico londinense John Fothergill y diversos empresarios de Midland.

John Dalton fue un excelente químico, a pesar de sus problemas de visiónAunque para él, el mayor tesoro que allí encontró fue el maestro y filósofo John Gough. Era increíble que aquel hombre ciego poseyera tantos conocimientos en matemáticas, química, astronomía, botánica, meteorología, medicina… Fue una tremenda suerte compartir aquellos años con tan magnífica persona, que le ayudó a progresar notablemente en su instrucción científica.

Si había algo que lamentase profundamente era el no haber podido cursar estudios reglados en Edimburgo. Le habría gustado estudiar Derecho o Medicina, pero sus familiares y los socios del colegio de Kendal le disuadieron de intentarlo. En aquella época, a los disidentes les estaba vedada la entrada en las universidades, ya fuera en calidad de alumnos o incluso como docentes.

A pesar de la decepción que le supuso, su enorme curiosidad y su voluntad de profundizar en su formación determinaban que aquella escuela se quedase pequeña para sus expectativas. Así que, con el apoyo de sus benefactores, y con la influencia del preceptor Gough, consiguió un puesto de profesor de Matemáticas y Filosofía Natural en el New College de Mánchester, una prestigiosa academia cuáquera.

Permaneció allí siete años, pero lo que inicialmente parecía un destino atractivo, y en el que tendría acceso a su bien dotada biblioteca y a sus estupendos aparatos de investigación, acabó por tornarse en una auténtica pesadilla. Enseguida hubo de hacerse cargo también de la asignatura de Química, lo que le restaba bastante tiempo para sus trabajos científicos. Pero lo que más le molestaba era ser el instructor peor pagado de la institución, amén de la radicalidad de la política religiosa del College.

Así que finalmente renunció a su empleo, y se estableció por su cuenta como profesor de clases particulares de Matemáticas, Filosofía y Química. Sin duda fue una buena decisión, ya que con el renombre que había adquirido nunca le faltaron alumnos, sus ingresos crecieron sustancialmente, y pudo aplicarse con más continuidad a sus experimentos, a escribir artículos y libros, y a prodigarse más por la reputada Sociedad Filosófica y Literaria de Mánchester.

En 1794, un año más tarde de su llegada a la ciudad, John había sido admitido como miembro de la ‘Lit & Phil’, gracias al apoyo del químico Thomas Henry, el físico y médico Thomas Percival y el activista político Robert Owen. En ella expuso numerosos trabajos, como los dedicados a la visión de los colores, a los estudios atmosféricos, a la reflexión y refracción de la luz, o incluso a los verbos auxiliares y participios irregulares del inglés.

En cualquier caso, la ‘Lit & Phil’ le ofreció la posibilidad de presentar y exponer ante una destacada y sabia audiencia sus ensayos, y de procurarse un cierto reconocimiento en el ámbito científico. Y en términos prácticos, le facilitó un sitio donde ubicar su instrumental y llevar a cabo sus experimentos.

Tan sólo había un ateneo científico con más solera y antigüedad que aquel, la Royal Society de Londres, pero él opinaba que la de Mánchester mostraba una marcada orientación tecnológica y práctica, que la ponía por encima de la de la capital, según su parecer.

Tabla de elementos químicos con sus pesos atómicos relativos elaborada por John DaltonJohn sonrió pensando que, en esta opinión, no influía para nada el hecho de que unos años atrás hubiese sido nombrado presidente de la institución, después de haber ejercido los cargos de secretario y vicepresidente de la misma. Todavía recordaba el fugaz enfado que experimentó cuando supo que sus amigos le habían propuesto como dirigente a sus espaldas.

En el corto trayecto hasta el palacio, contemplando la lluvia que caía, conformada por multitud de minúsculas gotas, se le vinieron a la cabeza sus hipótesis sobre la materia. Así como Demócrito había defendido en la antigua Grecia que todo el universo estaba compuesto por unos diminutos átomos, él había llegado a una idéntica conclusión de una manera empírica y experimental.

Todo lo que en el mundo existía estaba formado por unas partículas esféricas macizas, indestructibles e indivisibles, que conforme a las investigaciones que había desarrollado, constituían diversos compuestos mediante su combinación en unas proporciones de números enteros y pequeños.

Se trataba de una teoría muy simple, según la cual los átomos de un mismo elemento eran todos iguales entre sí, con igual peso, cualidad que los distinguía de los átomos de otros elementos.

Este modelo lo fue desgranando en distintas charlas y conferencias, y lo plasmó en su obra Nuevo sistema de filosofía química en 1808. Y aunque la reacción inicial de la comunidad científica ante las argumentaciones de un maestro cuáquero de una provincia norteña y sin formación académica fue bastante contraria al principio, al final sus tesis fueron aclamadas por científicos como Gay Lussac, Alexander von Humboldt o Amedeo Avogadro.

Tras ellos vino el reconocimiento del resto de científicos, en tanto que su método explicaba satisfactoriamente todos los postulados hasta entonces formulados, y suponía la piedra angular sobre la que construir la Química moderna.

Jamás imaginó que su pasión por la meteorología le pudiese llevar tan lejos, hasta elaborar una teoría acerca de la esencia misma de la materia, cuando empezó a tomar los registros del tiempo en Kendal. Sobre todo porque constantemente tenía que vencer los errores causados por su deficiente vista. Para paliar tal incapacidad, se había convertido en un investigador extremadamente cuidadoso y meticuloso, y procuraba dotarse de los mejores equipos de medición.

De esta manera, a fuerza de tesón, había alcanzado una posición relevante en el mundo científico. Así, fue admitido en la Royal Society de Londres, en la que le entregaron la medalla de oro por sus investigaciones y aportaciones en el campo de la teoría atómica. Fue fundador de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, presidiendo sus comités de Química, Mineralogía, Electricidad y Magnetismo. Igualmente fue nombrado miembro de la Académie des Sciences francesa. Y la Universidad de Oxford le había concedido hacía un par de años el Doctorado en Ciencias, incluso pese a la fuerte oposición de la Iglesia anglicana por su condición de disidente.

Normalmente intentaba declinar este tipo de honores, pero siempre estaba dispuesto a realizar un esfuerzo en aras de la promoción y divulgación de la ciencia, de la que él se consideraba un humilde docente. Aunque debía admitir que la generosa pensión oficial que hacía poco tiempo le había otorgado el gobierno por recomendación de Charles Babbage sí le venía muy bien para disfrutar de un retiro más que digno.

Sin embargo, ninguna de estas distinciones le había hecho tan feliz como la noticia que había recibido aquella mañana. Le había llegado una carta de la Universidad de Edimburgo, en la que no pudo ingresar en su día por su condición de cuáquero, indicándole que le habían otorgado el Doctorado en Leyes, y convocándole a la ceremonia de nombramiento.

John Dalton, padre de la Química modernaEn todo caso, reconocía que acudir a estos actos le sentaba de maravilla, como cuando le invitaron a visitar París. La estancia le encantó, no solamente por conocer en persona a eminentes científicos como Laplace, Brequet, Ampére, Berthollet, Gay Lussac, Dugong, Humboldt, Cuvier, Théenard o Argo, que le acogieron con los brazos abiertos, sino también por los estupendos paseos que dio por la capital francesa, distinta de la sombría Londres, o de su querida Mánchester.

Procuraba, por tanto, compaginar de la mejor forma posible su relevante vida pública con una vida privada modesta, sobria y de costumbres espartanas que se había impuesto. Así, vivía desde hacía unos 20 años en Mánchester, en una habitación de la casa del reverendo y botánico W. Johns y su esposa, puesto que jamás se había casado.

De joven estaba demasiado enfrascado en sus trabajos como para hacerle un hueco al amor. En su madurez no había disfrutado de una solvencia económica suficiente como para mantener una familia de una forma decorosa y desahogada, según su criterio. Y de mayor ya se había acostumbrado a su rutina de cuáquero solitario, a la que no quería renunciar por nada del mundo.

Sus únicas distracciones fuera de sus investigaciones consistían en acudir a las amenas reuniones que celebraba anualmente la Sociedad Religiosa de los Amigos, sus viajes para impartir conferencias en Londres, Dublín, Oxford, York o Edimburgo, y sus excursiones a la Tierra de los Lagos.

En Lake District solía aprovechar sus vacaciones para elaborar estudios meteorológicos, que incluían el ascenso a los picos más elevados, con el fin de obtener medidas sobre las temperaturas y humedad en la altitud de aquellos parajes. Estas escaladas, y las frecuentes caminatas que le gustaba dar, le mantenían en plena forma a pesar de su edad, y le proporcionaban unos momentos agradables.

Hoy también esperaba pasárselo bien. El rey Guillermo IV se había enterado de que se hallaba en Londres, y le había invitado al palacio de Buckingham. A John le habían contado que el monarca era una persona amable, cordial, de gustos sencillos, y muy aficionada a las ciencias. Al parecer, su educación había diferido bastante de la que corresponde a un heredero de la corona, ya que él no estaba destinado a reinar.

Ser el tercero en el orden de sucesión del reino le había permitido llevar una vida alegre, alejada de conveniencias y ceremonias, en compañía de su gran amor, la actriz irlandesa Dorothea Bland, con la que había tenido 10 hijos. Pero una serie de casualidades determinaron que quedase el primero en la línea de sucesión, lo cual provocó su boda con la princesa Adelaida de Sajonia-Meiningen, a quien triplicaba en edad, y que tuviese que ocuparse, a regañadientes, de los asuntos de estado.

Una vez nombrado rey de Inglaterra, las costumbres de palacio le aburrían, por lo que apenas si pisaba Buckingham salvo para los actos oficiales inexcusables, y prefería residir en el más acogedor y modesto palacio de Clarence House. Sin embargo, en su caso había considerado que el provecto científico merecía el honor de ser recibido en Buckingham Palace, y por tal razón le había citado allí.

John echó un vistazo a su reloj de bolsillo. No quería ser impuntual en la entrevista con el soberano. Para tan magna ocasión no encontró entre la discreta y formal vestimenta de su armario nada acorde con la importancia del acontecimiento, y a punto estuvo de declinar la invitación, hasta que por fin se decidió a utilizar la toga de Doctor en Ciencias de la Universidad de Oxford.

John Dalton, a las puertas de Buckingham Palace, luciendo la toga escarlata de OxfordDe sobras sabía que por mucho que se hubiesen puesto de moda las tonalidades llamativas en los últimos tiempos, aquel color no era el más apropiado para la audiencia, y resultaba casi prohibitivo para un cuáquero como él. Pero a lo largo de los años, él había desarrollado una respuesta convincente para tales circunstancias, como era el hecho de que no distinguía gran parte de los colores del espectro, y que casi todos los objetos los veía de un indeterminado tono gris.

Tanto él como su hermano padecían una especie de ceguera para los colores, que les impedía diferenciar el rojo y verde, que veían como diferentes matices de gris, en tanto que el resto de colores los percibían como sutiles variaciones de la gama de los amarillos.

Por eso, cuando Guillermo IV, conocedor de dicha particularidad, le vio aparecer con su distinguida, a la par que atrevida, toga púrpura, no se sorprendió lo más mínimo, es más, lo agradeció sobremanera. Estaba un poco harto de la etiqueta de la corte, y apreciaba la audacia de los que se animaban a dar una nota de color a aquel mundo gris y encorsetado, como la que protagonizaba el magnífico científico John Dalton.





Esta entrada participa en la Edición 7.4 del Carnaval de Matemáticas que organiza en esta ocasión el blog ::ZTFNew.org.

También participa en el LVII Carnaval de Química, Edición Lantano que organiza el blog La Aventura de la Ciencia.


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